TESTIMONIOS
Estos son algunos fragmentos de cartas, donde las personas que la conocieron hablan de la Fundadora. Son auténticos testimonios que nos permiten conocerla mejor y seguirla con mayor fidelidad.
Celine había conocido a la Fundadora cuando tenía ocho años. El 28 de Julio de 1957 dijo lo siguiente:
” Conocí a Madre Le Dieu cuando yo tenía ocho años. Vino a Aulnay con tres niños y dos religiosas. La llamaban “la gran dama” porque era muy buena y todos deseaban conocerla. Ella era buena de verdad. Era alta, majestuosa, con ojos azules, muy vivos, pero muy dulces. Vivía en la planta baja del castillo donde trabajaba mi madre. En la iglesia se ocupaba de los niños. Nos hacía rezar y acompañaba nuestros cantos con el armonio. A mi me preparó para la primera comunión junto a mis compañeras y compañeros. Si hacíamos alguna travesura nos hablaba dulcemente y la penitencia consistía siempre en una breve oración a los pies de la Virgen. De premio nos daba un paseo por el canal y ella misma guiaba la barca. Nosotros éramos muy felices cerca de la buena Madre.
Trataba a los niños con mucha dulzura y con el diálogo lograba que los más rebeldes tuvieran mejores sentimientos.
Cuando sabía que había algún enfermo, iba personalmente para interesarse sobre su enfermedad. Llevaba las medicinas necesarias a los enfermos pobres y exhortaba a sus religiosas para que tuvieran el máximo cuidado.
Mi padre estuvo enfermo seis meses y la buena Madre no nos hizo faltar nada. Nosotros éramos pobres. Mi madre trabajaba en el campo. Yo me ocupaba de mis hermanos y de mis hermanas, pero la buena Madre nos abastecía de todo pagándolo de su bolsillo.
El amor a la Eucaristía y la bondad hacia los más pequeños y los enfermos han hecho de la gran dama una Santa”.
(Céline Page)
Sor San Miguel (Virginia Vivier) que vivió con la Fundadora desde los comienzos del Monte San Miguel, en una declaración escrita de su puño y letra nos cuenta:
“Yo Virginia Vivier, en religión Sor San Miguel, entré en la Congregación en el Monte San Miguel (Manche), el 18 de septiembre de 1867, es decir, aproximadamente dos años después de la fundación de la Orden, declaro haber acompañado durante catorce años a la Reverenda Madre Fundadora, Victorine Le Dieu de la Ruaudiere, en religión Sor María José de Jesús, y de haber sido testigo ocular de todas las persecuciones que la naciente comunidad ha sufrido, como también de las virtudes que nuestra Madre practicó en medio de innumerables pruebas.
Proveniente de una familia acomodada, ayudaba a todos sin distinción ni reserva, basta que se tratase de la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Apenas tres años después de la fundación de la Obra de la Adoración Reparadora empezaron las primeras persecuciones, arrebatándola parte de los bienes patrimoniales. Actuaciones injustas la alejaron de la obra, que ella había fundado a costa de tantos sacrificios, perdiendo más de 30.000 francos pertenecientes a la herencia familiar que poseía.
Lejos de perder el ánimo bendecía al Señor y le daba gracias porque se dignaba hacerla sufrir por amor, dando así a la Congregación el sigilo divino de la Cruz.
Cuando, después de muchas fatigas y grandes persecuciones, logró abrir una segunda casa, el enemigo duplicó sus fuerzas, no sólo para derribar materialmente la fundación, sino para arrastrar consigo a las almas que la componían. Doce de sus hijas, que hasta entonces le habían sido fieles, la abandonaron; de este modo quedó sola con dos religiosas, una de las cuales era yo.
Para poder pagar pequeñas deudas, los enemigos, aprovechando su ausencia, subastaron muebles, lencería, ornamentos sagrados, hábitos religiosos, hasta el ajuar que teníamos nosotras dos, sus hijas; no le quedaba absolutamente nada, excepto la ropa que llevaba puesta.
Reducida en esas condiciones, cantaba sin cesar la bondad del Señor, declarándose más feliz que nunca, orando por sus perseguidores, exhortándonos al sacrificio y a la perseverancia. Con alegría solía compararse con Job; era feliz en medio de las humillaciones y con paciencia y resignación esperaba el regreso del Señor, es decir, con una fe que traslada las montañas esperaba que Dios le devolviera sus bienes, si es que esta era su voluntad.
Muchas personas poderosas y nobles, testigos de los hechos arriba citados, la exhortaban a denunciar ante la justicia a sus perseguidores y le prometían su ayuda, seguros del feliz éxito de la causa, habría podido recobrar sus cosas y la fama que le habían quitado los que la calumniaron; pero ella, siempre alegre y resignada, rechazaba estas sugerencias, prefiriendo su completa destrucción y vivir de limosnas, antes que dar un escándalo que fuera en perjuicio de la religión, llamando a juicio a personas consagradas a Dios.
Las virtudes que destacaban en nuestra Madre eran sobre todo:
una fe inquebrantable, una paciencia inalterable, una confianza en Dios sin límites y una caridad ardiente que ningún razonamiento humano habría conseguido frenarla.
En aquel período la buena Madre había llegado a un estado de gran pobreza. El alimento para toda la semana consistía en un caldo hecho de algún hueso y pocos céntimos de carne. En la cama no tenía siquiera almohada y para tener la cabeza un poco levantada, metía debajo del colchón un calentador. Mientras tanto nosotras dos, sus hijas, intentábamos ayudarla con nuestro trabajo. En esta situación de extrema miseria y sin alguna esperanza humana, ella mantenía un profundo silencio, basándose en el texto de la Sagrada Escritura: “Jesús era acusado y callaba”.
Su valor aumentaba a medida que se multiplicaban las dificultades, su espíritu de fe animaba todo su ser, esperando contra toda esperanza en el buen éxito de su obra.
Sus familiares viéndola reducida en esta miseria, en más de una ocasión le propusieron que se fuera a pensión en alguna casa religiosa, pero ella indignada rechazaba esta sugerencia diciendo: “Vosotros creéis que todo está perdido, sólo porque no tengo medios humanos; pero ¿no sabéis que donde termina el hombre, allí empieza Dios? y aunque me quitasen la vida, no cesaría por esto de esperar en Él”.
Durante catorce años he estado con ella, la ha visto siempre serena, resignada y alegre, incluso en las pruebas más dolorosas.nSu estribillo habitual era: “Fiat. Bendito sea Dios. Hágase su voluntad”. Sus gritos de angustia eran: “Sursum corda. In te, Domine, speravi: non confundar in eternum”. Y repetía con frecuencia: “Dios es mi maestro; Él puede quitarme la salud, las cosas, el honor, todo; pero hasta que tenga el corazón encendido de su amor , mi fe y mi valor están dispuestos a afrontar nuevos combates. El soldado fiel no abandona su puesto a la hora del peligro”.
La he visto tratada de loca, de vagabunda, de aventurera, pero no ha salido nunca de sus labios una palabra para defenderse o para lamentarse; oraba, y cuando estas palabras ofensivas venían de personas eclesiásticas, se arrodillaba humildemente implorando su bendición.
Hablando algunas veces con personas de fuera , he intentado decir algo sobre las pruebas sufridas y siempre me han contestado: “Os dais cuenta, vuestra Madre es una santa”.