El 26 de cada mes, nuestras comunidades y varios grupos de laicos, se reúnen en adoración para invocar la paz, la reconciliación y el amor.
En nuestra época caracterizada por la velocidad y la eficiencia, de un activismo frenético en el que el hombre se encuentra corriendo detrás del tiempo, y es superado continuamente por los acontecimientos y por los cambios tan rápidos, puede parecer anacrónico hablar del sentido de la trascendencia, de la contemplación, de la Adoración. Sin embargo es de lo que se tiene mayor necesidad, una necesidad urgente que, incluso, a menudo se intenta apagar con experiencias devastadoras.
Jesucristo, único Salvador, nos ha asegurado su presencia todos los días hasta el fin. Él se hace presente especialmente en el Sacramento del altar, en el signo del pan y del vino consagrados, y la Iglesia, con la certeza de tener en la eucaristía su inestimable tesoro, no podrá renunciar nunca a darle el culto que le corresponde: la Adoración.
La Adoración es un valor específico de nuestra Familia Religiosa desde sus orígenes. La Fundadora, Victorine Le Dieu, lo vivía intensamente y exhortaba para que fuera el primer fin para todos los que se unirán a su espiritualidad.
Siguiendo sus huellas intensificamos nuestra oración de Adoración ante el que es el Señor del tiempo y de la historia, y ha plantado su tienda en medio de los hombres para enseñarlos a estar con Dios. La fe, que en muchos, parece no tener consistencia e incidencia sobre la vida, sin embargo es un fuego, que manteniéndolo encendido en el corazón, aunque sea de unos pocos, todavía puede incendiar al mundo.